Un tema tan valorado por alumnos, como por padres, y a veces tan aborrecido por los propios maestros: la evaluación.
Un peso de unos cuantos kilos de responsabilidad reposa sobre los hombros de un docente cuando tiene que evaluar y/ o calificar. Sin duda, todavía peor cuando hablamos de calificar, ya que significa encorsetar a una persona bajo una nota numérica.
Dados los 3 tipos de evaluación (inicial, formativa y final), sin duda alguna la que mayor relevancia debería tener es la formativa, esto es, aquella que es fruto de la observación continua a lo largo de todo el curso académico. Mientras que la inicial es simplemente un método de diagnóstico para conocer el nivel de nuestro alumnado y que ni siquiera llega a ser del todo fiable, puesto que, al realizarse tras un período vacacional largo, no refleja realmente los conocimientos que ellos tienen, ya que se han olvidado de gran parte del temario dado (o incluso lo tendrán más "fresco" aquellos que hayan tenido que examinarse para las recuperaciones solamente). Por su parte, la evaluación final, o también llamada sumativa, es la más valorada y la que más impacto causa entre los estudiantes, ya que es la definitiva; sin embargo, es la más fácil de realizar si se ha hecho un seguimiento constante del educando durante el curso.
Por otro lado, la evaluación formativa es justamente la que más relevancia cobra entre el colectivo de docentes, puesto que es la que tiene por objetivo que su alumnado mejore y aprenda. A lo largo de esta unidad, hemos descubierto y debatido las ventajas de este tipo de evaluación y hemos coincidido entre todos en que es la que mejor demuestra el conocimiento de un alumno, la más cercana a la realidad, ¿por qué? Porque es progresiva, diaria y basada en la observación de numerosos factores dentro del contexto aula. Es bien sabido que el resultado de un único examen no hace justicia muchas veces al nivel de un estudiante, ni tampoco es proporcional al esfuerzo y a las horas de estudio. Todos hemos vivido esa experiencia alguna vez, tanto para bien como para mal. Sin embargo, cuando no nos encontramos bajo la presión de sabernos juzgados, realizamos las tareas mejor, sin ansiedad, con tranquilidad y naturalidad. Por consiguiente, en un entorno en calma, el profesor será capaz de detectar las posibles anomalías o dificultades en el aprendizaje de sus educandos, sus personalidades, sus puntos fuertes y débiles, sus estrategias para resolver problemas, su inteligencia emocional, entre otros muchos aspectos.
Pero, ¿para qué sirve tal cantidad de información? Para guiar al alumno hacia la consecución de sus objetivos, teniendo en cuenta sus habilidades, su esfuerzo y todo aquello que le rodea. Esto es, fortalecer lo que hace bien y pulir lo que hace mal, haciéndole sabedor de que no se trata de ser perfecto sino la mejor versión de uno mismo. Concretamente esto último es muy importante. Y es que la evaluación es por y para el estudiante, la responsabilidad de su propia calificación o evaluación es suya. De ahí que técnicas como la autoevaluación y la coevaluación sean también esenciales.
Para evitar culpar a otros de nuestros errores, lo mejor es que seamos objetivos, autocríticos, que hagamos un poco de introspectiva y seamos conscientes de nuestras fortalezas y debilidades a través de rúbricas, checklists, diarios, entrevistas, etc. A esto nos pueden ayudar el grupo de iguales que también nos podrán coevaluar, destapando errores que nosotros mismos no hemos visto de forma objetiva. Evidentemente, hay que tener en cuenta siempre las desventajas de las auto- y co- evaluaciones porque siempre pueden dar resultados engañosos. Esto es, no siempre somos suficientemente honestos con nosotros mismos cuando nos analizamos (bien por sobrevaloración o por infravaloración), ni tampoco nuestro grupo de iguales va a ser completamente neutral dado el posible vínculo afectivo que podamos tener con ellos.
En resumen, la evaluación (especialmente la formativa) constituye una guía de actuación para el docente, dado que le permite ver la efectividad de su trabajo y cómo puede mejorarlo (modificar el nivel de las actividades, el ritmo de las clases, el material, el método, etc.). Por su parte, el alumno estará informado en todo momento de su progreso y se hará partícipe activo de su propio aprendizaje.
En mi opinión, la problemática reside en que sigue siendo una lacra la nota numérica, junto con la evaluación sumativa. Quizás sigamos recogiendo los frutos sembrados hace muchos años y no somos capaces de reinventarnos. Basta con echar un vistazo al sistema educativo finlandés por ejemplo, para saber que, incluso a la hora de evaluar, no estamos yendo por el camino correcto en materia de educación. Aquí, continúa siendo un verdadero suplicio el boletín de notas, tanto para profes como para alumnos. Vemos cómo en Finlandia las calificaciones numéricas no tienen cabida hasta aproximadamente los 11 años de edad, hasta entonces priman las evaluaciones puramente descriptivas; además, las evaluaciones son positivas, honestas y enfocadas en lo que sabe el educando; asimismo, florecen las autoevaluaciones y la implicación de los progenitores.
Entonces... ¿Por qué insistimos aún en las calificaciones? ¿Por qué no ver el valor de las personas basado en habilidades y no en baremos de notas? Aunque requiera un mayor esfuerzo por parte del profesor, quien tendrá que recopilar día a día información, de seguro merecerá la pena y, probablemente, se aliviará en gran medida el abandono y el fracaso escolar, que tanto oprime nuestro sistema.